martes, 7 de octubre de 2025

La noche de los aullidos

Tengo 28 años, un buen trabajo como periodista, vivo solo. Estudio Letras, veo seguido a Tati y Fanny, escribo sobre mi infancia en un blog. Mi grupo de amigas me invita a pasar unos días en Villa Gesell. Me llevan en auto, tomamos mate en una ruta soleada, cantamos. Me siento querido. Soy feliz.

La casa es de la familia de Melisa. La conocí hace tres años en un taller de teatro y es una humana fundamental para mí. Horas después, en micro, llega otra ex compañera de teatro (Luz) con una amiga suya a la que no conozco (Flor). Todavía no sé que ellas también serán inmensidad en mi vida.

A la tarde jugamos al Melómano. Hago equipo con Flor y ganamos. A la noche hace frío, me prestan una camperita, me queda bien. Vamos a un boliche, odio los boliches, pero esta vez no. Quiero chusmear con Meli, contarle quién soy a Luz, Flor resultó una dulce de leche un poco enroscada: imposible no quererla enseguida.

Casi nunca tomo pero hoy sí. Me divierto. Me siento seguro. Se acaba la noche pero no quiero que termine: las invito a ver el amanecer en la playa. Quiero seguir estando con ellas. Les digo que estaré allá. Me siento en una casillita de guardavidas y las espero.

Pasa el tiempo. No sé cuánto, no tengo el celular. Seguro más de una hora. Me siento un poco mareado. Me agarra frío. Descubro que el mar, de noche, me da miedo. Mucho. Lo miro de lejos. No pienso acercarme. Quiero que lleguen pronto.

Sigue pasando el tiempo. Horas. Me parece que no van a venir. ¿Habrán entendido la invitación? Estoy más mareado, estoy con más frío. Descubro que no sé volver a lo de Melisa.

Lo peor no es el frío ni el mareo. Lo peor es que me empiezo a sentir solo. No sé si es el mar, el miedo, el alcohol, la noche, o todo, pero necesito que vengan. Que me abracen. Me siento cada vez más solo.

A nada le tengo más miedo que a la soledad. A la soledad profunda: a que nadie me entienda, a que todos me dejen, a no tener con quién llorar. No me di cuenta en qué momento empezaron a caerme lágrimas.

Qué oscuro está todo. Qué frío hace. Ojalá venga alguna de las tres. No me siento bien. Me siento mal. Se me aparecen fuerte personas que ya no están: Tamara, Vanina, mi abuelo Víctor. Entiendo, solo, en la arena negra, que no los lloré lo suficiente. Que no me animé a mirar de cerca mi herida. Que seguí como pude para no hundirme. Entonces lloro más fuerte.

Lloro tanto que se me tapa la garganta. Se me cierra. Me cuesta respirar. Me asusto. Ahora todo es mi abuelo, mi Babu, mi Víctor. Toda la noche es su ausencia. Ahora es esa soledad la que me está ahorcando: la de la muerte.

Pierdo el control de mi cuerpo. Tiemblo. Me tiembla todo. Me chorrea la nariz. No me da asco. Esto soy yo. Hago pis tres veces seguidas. Mucho pis. No veo dónde. Intento hablar para aliviarme. Decirme algo tranquilizador. No puedo porque hablar mientras lloro me hace toser. No sé cuánto hace que estoy llorando. Me explota la cabeza de dolor. No solo la cabeza.

Ahora la angustia está en todo el cuerpo. En el pecho, en los dedos, en el cuello, en las rodillas que me froto sin parar. No sé qué pasa. Me da miedo. Te extraño, Babu.

El dolor silencioso se me hace insoportable. No lo puedo contener: se me sale de adentro para afuera. Empiezo a gemir un poco, después el gemido es más fuerte, como si estuvieran clavándome el universo.

Ahora empiezan a salírseme ruidos muy raros de adentro. Sonidos guturales. Aullidos. Eso: aullidos. Aúllo como un lobo, como un lobo lastimado, como jamás en la vida pensé que podía aullar. No creo en nada, pero lo que está pasando me parece sobrenatural. Nunca escuché un sonido así, y me está saliendo de no sé dónde. Todo me da más vueltas, tiemblo más de frío y escucho mis aullidos como si vinieran de otro mundo, pero vienen de mí. Soy yo.

Me da miedo desmayarme, me acuesto, me acurruco en la arena. Siento la cara hinchada, los aullidos se transforman en llanto más normal, me abrazo a mí mismo un rato largo. Me adormezco, no sé cuánto tiempo.

Tengo náuseas. Entreabro los ojos. Hay sol. Miro para todos lados, la playa sigue desierta. Ya no tiemblo. Ya no lloro. Siento el cuerpo raro.

Me levanto de a poco. Hago otro montón de pis. Empiezo a caminar tratando de recordar dónde está la casa de Melisa.

No sale bien. Estoy perdido. Camino un poco mareado y débil durante, no sé, por ahí dos horas. De pronto reconozco una esquina, el auto, la casa. 

Entro. Las tres están despiertas, son como las diez. No me animo a contar nada. Ellas tampoco me dicen por qué no fueron anoche. Les parece divertido que me haya perdido.

No hay nada más. El mundo vuelve a ser normal. El resto del viaje será agradable. Pronto vuelvo a sentirme feliz. Pero años después seguiré recordando esa madrugada, esa oscuridad, esos aullidos. Ese portal hacia rincones por ahí ancestrales, por ahí animales, por ahí instintivos, por ahí borrachos.

Solamente años después podré sospechar al menos uno de los rayos que esa noche me atravesó: la conciencia absoluta de que toda alegría, toda compañía, toda felicidad puede extinguirse de pronto, deshacerse en segundos, abandonarnos en nuestra más profunda soledad. En nuestros más profundos miedos.

Mientras me aferro a quienes hoy me abrazan de madrugada, mientras deseo con fuerza que nunca sean silencio, sigo aprendiendo a vivir con esos aullidos dolidos e intravenosos que, aunque hoy no los escuche, sé que también son parte de mí.

viernes, 3 de octubre de 2025

¿Qué diría Andrey?

Por Martín Estévez

Ante una decisión difícil, algunas personas imaginan… ¿qué diría mi psicóloga? o ¿qué diría mi mamá? o ¿qué diría Dios? Yo siempre me pregunto: ¿qué diría Andrey?

Estamos en el 2012. Fiesta de la Escuela de arboricultura, jardinería y ecología aplicada de Lomas de Zamora. Es de noche. Vine por mi amiguísimo Leandro, que estudia acá. Me presenta a su amiguísimo Andrey, que también estudia acá y conoce a Leandro desde que miraban dibujitos.

Andrey me mira con ojos profundos, extiende sus manos, me ofrece una papa recién salida de la parrilla. Yo, sin darme cuenta, estiro las manos. Y le cambio esa papa por mi corazón.

Me habla suavecito, Andrey. Tiene paciencia. Descubre que pensamos y vivimos distinto. No le molesta. Lo disfruta. Tiene 8 años menos que yo y aprendo un montón. Con él me permito ser vulnerable, desnudar mis ignorancias, porque presiento que no me violentará.

No recuerdo si sé andar en bicicleta, pero Andrey necesita que me lleve la suya 40 cuadras y me animo. Meses después recorremos cientos de kilómetros en una ruta, con él, con Leandro, sin mis miedos.

No sé bien cómo hace. A veces pienso en algo genético: tal vez por ser ucraniano, como mi mamá, sus palabras se me acomodan en el cerebro como un gatito, hasta parecerme adorables. Es una de las pocas personas con las que, cuando converso, prefiero que tenga razón. No lo duden: lo amo.

Me animé a dar clases de ciencias naturales solo para hacer equipo con él. Una de las glorias de mi vida es haber corregido la tesis con la que se recibió de biólogo. Fui el primero que subió a un auto que él manejaba. Reflexionamos durante horas para perfeccionar los fundamentos que todavía hoy sostienen al Movimiento Etiopía.

En épocas en que ya existía WhatsApp acordábamos nuestros encuentros con un mes de anticipación. “El 23 del mes que viene, a las 11 en la placita de Banfield”, nos decíamos, y no existía ninguna otra comunicación hasta el abrazo mañanero de ese 23. En algo nos parecemos tanto: nos gusta recorrer el mundo a contramano.

Es el hombre con el que más veces dormí. Cambié hábitos, ideas, formas de decir después de charlarle. Supo entenderme cuando el corazón se me rompió demasiado fuerte. Ojalá yo haya sabido acariñarlo también.

Trece años después de aquella noche, de aquella papa, de aquel corazón, él vive en Formosa, yo vivo en Jujuy y escribo esto para quererlo de alguna manera nueva mientras espero la próxima videollamada. Necesito contarle muchas cosas. Quiero saber qué dirá.

Esta historia no tiene trucos ni finales sorpresa. Siento que no le hacen falta. Habla del amor profundo sin posesión, sin exigencias, sin tiempos. Habla de las amistades que nos mejoran, nos salvan, nos ponen los ojos llorisqueros cuando las recordamos.

Si todavía no encontraste una amistad que atraviese lo que sos, que te obligue a ser mejor, que te enorgullezca con solo nombrarla, ojalá tengas la valentía de abrazarla honradamente cuando se te cruce. Y si mientras leías estas palabritas melosas tu corazón latió más fuerte recordando a alguien, mandale esta publicación para que se entere, para que sonría, para que no se lo olvide. Porque la vida es tramposa y no sabemos cuándo será el día en que ya no podamos preguntarle: Andrey, ¿qué pensás?


martes, 17 de junio de 2025

Último adiós a Vanina


Por Martín Estévez

A las personas que me quieren me gusta decirles que, si muero joven, no sufran tanto: tuve una buena vida, hice montones de cosas que quise, viví con intensidad, amé, me amaron, sufrí, fui feliz. Que no me quedan cosas pendientes, que no me iría con el alma atragantada por algo que no pudo ser.

Me gusta decirles eso porque es casi-casi verdad. Casi. Porque, a veces, recuerdo a Vanina.

Si me las cruzara en la calle, creo que podría abrazar con cariño y paz a todas las mujeres a las que amé. Incluso a todas a las que besé alguna vez. Excepto a ella.

La relación con Vanina no fue noviazgo ni nada parecido. Durante cuatro años, entre el 2008 y el 2012, mutamos de amigos a cómplices a compañeros a piezas del mismo rompecabezas. Planeamos viajar a Europa, compartimos nuestros infiernos íntimos, prometimos querernos para siempre. Fuimos un poco pastito al sol, y un poco ardor y desastre.

No cuento detalles porque no sé si ella estaría de acuerdo: mis recuerdos son también suyos. Tampoco sé si los detalles hacen falta. “Sos una especie de ángel mitad ucraniano, la primera persona que conozco en la que existen infinitos universos. Te quiero con cada músculo del cuerpo”. Cosas así me escribió mil veces. Cosas así le escribía yo.

Lo último que hicimos fue abrazarnos una madrugada, bajo la lluvia, en la puerta de su casa. Después de eso, ella decidió que no nos viéramos nunca más. Todavía no sé por qué. O tal vez sí: sospecho que algo le molestó, o que sentía que ya no era un amor parejo, o que simplemente fue dejando de quererme. Que verme no le generaba la misma emoción que antes. Y fin. Cosas que pasan.

No quise entender enseguida que había decidido no responder mis mensajes, así que un día la llamé (usando un truco para que le apareciera “número desconocido”) y me atendió. Fue una conversación corta y gris en la que entendí que ella estaba bien, que simplemente ya no quería verme.

Hoy tengo muy incorporado que insistir es violencia, pero en ese momento no, porque intenté comunicarme con ella dos veces más. La primera fue un mensaje de texto el 31 de diciembre del 2012. La otra, un mensaje de Facebook, el 22 de octubre del 2013. Cuando no respondió ese último intento virtual, me resigné. Eso fue hace 12 años.

Ya “debería haber soltado”, claro que sí. Pero hay cosas que no se eligen. Mi deseo, tal vez mi capricho, es caminar sin miedo a cruzarme con alguien y no saber qué hacer. Sé exactamente a qué personas ignorar, sé exactamente a qué personas abrazar. Pero no tengo la menor idea de qué haría si un día me cruzó con Vanina.

Sé que es casi imposible que eso pase, porque estoy viviendo en Humahuaca y ella quién sabe dónde, pero ese no es el punto: lo difícil es aceptar que la calma interna nunca será completa. Que cada noche en la que me acueste y repase mi vida, o cada tarde en la que comparta mi pasado con alguien, habrá un agujero, un enigma, un no sé, un pedido de disculpas que tal vez estoy debiendo.

Algunas personas sufren tragedias enormes, lo tengo clarísimo. Y yo, hasta ahora, tuve suerte en las cuestiones hondas de la vida. Por favor, que quede claro: no me estoy quejando. Solamente estoy cerrando, 12 años después, una puerta que (tal vez insanamente) dejé entreabierta demasiado tiempo.

No quiero hacerlo con tristeza, por eso hice un truco vulgar: no les conté que la primera de mis insistencias, el mensaje de fin de año del 2012, sí tuvo respuesta. Me guardé esa última gota de oxígeno para poder terminar bien este texto, pero también para poder terminar bien esta historia.

“Que sonrías mucho, India. De verdad”, le escribí esa medianoche. Le digo adiós a Vanina, dentro mío, escribiendo estas palabras que son, también, las últimas que ella me escribió:

“Que haya magia esta noche, Matt. Que venga en la forma que quiera”.

lunes, 10 de marzo de 2025

Últimas palabras para mi ex

Por Martín Estévez

Soy fanático de mis ex parejas. No, miento. De ellas no: lo que me encanta es terminar bien mis relaciones. Guardar hermosos recuerdos, abrazarlas si las cruzo en la calle, sentir que no fue una pérdida de tiempo amarlas con fuerza. Con casi todas sucedió así. Pero con Tamara no.

Nos separamos en 2012, de común acuerdo. Creo que ya no nos aguantábamos. Tuvimos una pésima idea: un mes después de la separación fuimos juntos a un casamiento. Resultó un altísimo desastre.

Después nos mandamos algunos mensajes, entre respetuosos y cariñosos: que te vaya bien, fuiste importante en mi vida, esas cosas. Y adiós para siempre.

Cuando, en mis intentos de saldar cuentas con mi vida, de dormir cada vez más tranquilo, llegué al año 2012, me puse a pensar si me quedaba algo pendiente con Tamara. En ese momento sentí que sí, que hubiera querido decirle cosas que nunca le había dicho. Pero algo cambió: ahora estoy seguro de que no tengo nada para decirle.

Hasta hace poco, me hubiera gustado reconocerle que tenía razón respecto a casi todo lo que decía sobre feminismo, política partidaria, marxismo y organizaciones sociales.

Hasta hace poco me hubiera gustado contarle que fue la primera persona que conocí que usaba algo parecido al lenguaje inclusivo: los todxs, amigxs y compañerxs que me parecían tan raros cuando ella los escribía, hoy me parecen la hermosa prehistoria de un lenguaje mejor.

Hasta hace poco me hubiera gustado que supiera que, cuando nos separamos, moría de ganas de sumarme al bachillerato popular en el que ella (por pura conciencia social) daba clases, pero que no quise invadir su espacio y me aguanté hasta que ya no estuvo ahí. Después hice lo que siempre me decía que hiciera: ser parte del bachi.

Hasta hace poco me hubiera gustado que viera cómo, cuando dejé de acompañarla en sus luchas, seguí sosteniéndolas a mi manera, primero solo, después con otrxs, pero siempre muy cerca de la ideología piquetera, asamblearia y feminista que ella predicaba.

Todas esas cuentas pendientes las sentí hasta hace poco tiempo. Pero hoy, a 1.500 kilómetros de Buenos Aires, ya no. No me pasa lo mismo: no tengo nada para decirle.

Porque, muy poco antes de irme de Buenos Aires, me la crucé en la presentación de un libro. Un libro, claro, lleno de lucha social, piquete y resistencia. Y, mirándola a los ojos, de la mejor manera que me salió, le pude decir todo. Le pude contar todo. Le pude agradecer todo. Y por fin sentí que entre nosotrxs, después de muchos años, ya no había cuentas pendientes.

viernes, 21 de febrero de 2025

Diario (casi) íntimo

• 4 de enero •

Voy a lo de Tamara, compro papas fritas en el camino, me espera con la comida lista. Me siento triste, pero disimulo. Le digo que probablemente vaya a Mar del Plata a hacer unas notas. "¿Y yo qué voy a hacer?", pregunta. Lo mismo me pregunto sobre mí.

• 7 de enero • 

Desayuno con Mariana Jota. Se separó hace poco y vive sola hace más poco todavía, lo que le genera melancolía cuando habla. Entonces nos entendemos bien. Tati se va a la costa. Cuando parte el micro y mira por la ventanilla, me bajo los pantalones para que se ría.

• 13 de enero • 

Me siento tan a contramano conmigo mismo que a veces te miento y me censuro algunas cosas. Creo que podés imaginarlas sin esforzarte demasiado.

• 15 de enero • 

Sigo esperando estrellitas en el laberinto para saber cuál es el camino correcto, pero no aparecen, ni van a aparecer. Los días no están mal, pero sé que ésta no es mi canción, que estoy escuchando un disco equivocado. Le estoy exigiendo al mundo algo que tengo que hacer yo.

• 25 de enero • 

38 grados y no hay tren: corte de vías y los colectivos no paran porque vienen llenos desde Alejandro Korn. Justo con este calor, justo hoy que tengo el tiempo contado, pero ni así me molesta. Cada vez me gustan más las manifestaciones.

• 19 de febrero • 

Después de la derrota de Racing, con Tamara vimos una película de dibujos animados muy triste. Aprovechando la luz apagada, dejé escapar una lágrima. Hace mucho que no me permito llorar.

• 9 de marzo • 

Tuve terapia y fue duro. La señora se aprovecha de que estoy débil. Es la segunda vez que lloro en su consultorio.  

• 8 de junio • 

Tamara dio mal el último final y nos quedamos con la harina en las manos; rinde otra vez el lunes. Ah: me dieron las llaves de mi departamento.

• 9 de junio • 

El sábado iré a pintar mi departamento. El principal problema es que no tiene bidet: guarden esa frase para la posteridad. Hoy será una de las últimas veces que dormiré donde dormí siempre. Fanny, mi abuela bielorrusa, lloró cuando lo supo, un poco por felicidad y mucho porque otro más se va. Voy limpiándome la culpa con lágrimas viejas, de esas que lloraba en vano cuando creía en amores idílicos, en novias que volverían, en adolescencias infinitas. Ahora lloro menos, calculo más, no me animo a jugar a nada de lo que no sepa las reglas. Casi siempre me odio.

• 17 de junio • 

Me voy mañana en un camión que mudará menos de lo que imaginás: una cama, unas bolsas de ropa, una Mac en la que escribí sobre tenis africano y chateé con dieciseis chicas, una guitarra. Sin heladera, mesa, Internet ni televisión: una mudanza como la que imaginé. Una refundación. Me voy, me mudo. La hizo Víctor con sus brazos y la disfruté yo, pero me toca inventar una casa propia, que también construyó otro, pero que será mía. Me gustaría poder decir que no estoy muy nervioso.

• 27 de julio • 

Tengo los huevos bastante al plato. Digo malas palabras para descargarme: teta, culo, puto, concha. Mierda. Estoy tenso en estos días.

• 15 de agosto • 

Sigo corriendo, y leyendo diarios viejos, y con manchas en la piel, y jugando contra mí mismo, creyendo que cuando quiera voy a poder dominar todo, sabiendo que no va a ser así.

• 9 de septiembre • 

El jueves le diré a mi psicóloga que no voy más. Un poco porque me aburre, mucho porque cien pesos la sesión me deja sin comer.

• 16 de septiembre • 

No soy bueno en tenis de mesa: me pegó un paseo una chica de 10 años. Lindo el tenis de mesa y lindo mi amigo Leandro, que me invitó a sumarme. Me gustan estos mails, disfruto pensando cuánto disfrutaré leerlos todos juntos dentro de algunos años.

• 5 de octubre • 

Lo malo es que llevo dos días de mal humor. Lo bueno es que mi mal humor no es tan malo como en otras épocas. Lo malo es que mi buen humor no es tan bueno como en otras épocas.

• 16 de noviembre • 

Estoy 24 de 37, con mis mochilas acomodadas: la infancia traumática, la novia que se va, el abuelo que muere. Puedo caminar sin que me duela la espalda, y es bastante. ¿Me ves optimista? No te preocupes: todo el tiempo recuerdo a Somalia, a Etiopía, a la muerte bailando en África. Además, creo que nunca te conté sobre mis hemorroides. ¿Optimista? Ja.

• 24 de noviembre • 

Me levanté a las 7 en lo de Tamara, corrí a mi casa, me bañé, agarré yerba, galletitas, mermelada de naranja y a la facultad. Leandro, el Harry Potter del sur, ya estaba. Anahí, la Violeta del siglo XXI, llegó después. Nos entregaron nuestro parcial grupal: 9. Hicimos cosas adolescentes en el supermercado, como jugar con pelotas de rugby, y llegué tardísimo al trabajo. Evidentemente, no me tomo en serio a El Gráfico.

• 31 de diciembre • 

Estoy un poco como el orto. Pensé en no contarlo, en obviarlo, pero mejor no. Me doy cuenta de que éste es el único espacio que no contaminé de mentiras. No fue un mal año el 2011, medio hincha pelotas, pero no fue malo. Ese es todo mi balance. Feliz año, Pablo querido.

lunes, 23 de diciembre de 2024

Saludos a la FLIA

Por Martín Estévez

Qué olor a porro, qué gente rara que hay, me cago en Tamara que me manda a estos lugares. Yo solo quería vender historietas que no me gustan y ahora tengo un pesado que insiste en que me da dos porciones de torta de algarroba a cambio de una Superman en portugués. ¿Qué mierda es la algarroba?

Invento que me gustaría estar en estos lugares, pero cuando estoy me quiero matar. Me siento extranjero, aparatoso, desubicado. O sea, llegué y busqué a los organizadores de la feria y ¿qué me dicen? No hay, acomodate donde puedas. ¿Cómo es que nadie se hace cargo de esto?

El lugar se llama "La Toma", madrecita mía, tuve que atravesar dos pisos de una escalera oscurísima para llegar a este antro de la perdición. Queda a metros de la estación de Lomas y ni siquiera sabía que existía. Hablando de madrecita, no puedo creer que le dije a Tati que pase a visitar mi puesto. Cuando venga va a pensar que entré en una secta satánica.

"Feria del Libro Independiente y Autogestiva", qué nombre más largo y pomposo. FLIA, dicen algunos carteles, se ve que ya se hizo varias veces en otros lugares. Me acaban de regalar un pedazo de pan relleno. Lo como con miedo, ¿le habrán metido algo? Rico, al menos, está.

¡Qué pasión tiene esta gente por las historietas! Jamás lo hubiera pensado. Las miran sin apuro, me preguntan, sonríen, incluso me compraron varias. Cambié una malísima de Punisher por un pan relleno entero, la verdad que está buenísimo.

Cuando llega Tati ya estoy con mi amigo Leandro (que tampoco entiende bien dónde estamos pero se divierte) y con un niño simpatiquísimo al que le termino regalando una de Spiderman. A Tati no le importa nada: sonríe como si estuviera en un recital de Sergio Denis, pero en un teatro un poco excéntrico. Hasta se compró una artesanía que encontró por ahí.

Circula un montón de gente, hay música en vivo, vendí casi todas las historietas que traje. Con Leandro nos causa gracia estar acá, me entero que la FLIA se hace hace tres años en varios lugares de Buenos Aires, ¡qué divertido sería ser parte de algo así, aunque sea tan distinto a mí! 

Me voy a buscar al chico de la torta de algarroba (Leandro me dijo que es algo rico) y le cambio las dos porciones por cuatro historietas, total acá me regalaron de todo. Le comparto una porción a Leandro y entiendo que estoy siendo feliz.

4.874 días pasaron desde aquel 20 de agosto del 2013. Participé de montones de FLIA's, en 2015 fundé la FLIA Lomas de Zamora, en 2020 coordiné la única reunión virtual realizada entre FLIA's de ocho ciudades distintas. Fui parte de la asamblea de La Toma, hasta me dieron una llave cuando alfabetizaba a personas en situación de calle: querida Toma, cuántas cosas viví ahí adentro.

Tanto amé a la FLIA que, cuando con Leandro creamos el Movimiento Etiopía, no dudamos en que fuera nuestra primera organización amiga.

La pandemia y la represión ante el uso de los espacios públicos lastimó fuerte a la FLIA, la dejo bajo la línea de pobreza, pero sobrevive en algunas ciudades con el mismo espíritu comunitario y arremolinado.

En ese momento no lo supe, pero esas escaleritas fueron mi puerta de entrada a la dimensión de lo gratuito, lo compartido, lo cariñoso, pero no con personas amigas, sino con absolutos desconocidos. Un poco de la FLIA vive en mí y en cada actividad comunitaria que hice y hago desde ese día.

Necesito escribir toda esta cosa sentimental porque hace ya tres años administro sin sentido (y sin actividad) la página de la FLIA Lomas de Zamora. Cada vez que entro a Facebook está ahí al costado, diciéndome "hacé algo conmigo".

Las cosas terminan, por suerte. Borges me enseñó que la inmortalidad sería el peor de los infiernos. "La cosa editorial se ha encaminado por muchas otras diversidades y eso es de celebrar -me escribió hace un tiempo Tino, de la FLIA Córdoba-. Antes éramos la única voz uniendo la autogestión y la poesía: ahora hay muchísimas y eso tiene mucho sabor a misión cumplida. A veces está bueno dejar a la FLIA en paz. Esa es otra grandeza que la FLIA nos enseñó. Martín, cumpa querido, ¡donde vos estés estará la FLIA!".

Hoy, lunes 23 de diciembre de 2024, es el momento en el que, con dolor absurdo y real, retroactivo y nostálgico, estoy apretando el botón que cierra una enorme etapa de mi vida.

Saludo con enorme amor a todas las personas que me crucé en Remedios de Escalada y Avellaneda, en Floresta y parque Las Heras, en Glew y Burzaco, en tantos lugares donde mi puesto de historietas se convirtió en el de mis primeros cuentos y después en el de Etiopía. Cariñosos, independientes y autogestivos saludos a la FLIA.

viernes, 22 de noviembre de 2024

¿Qué onda, che, cómo se lee este blog?

► Cuento mi vida en orden cronológico en estos textos:

Textos publicados en Lo hago para que me quieran (2018):

• Y siempre (escrita en 1998)
• Verano del '98 (1998)
• No terminé el colegio (en serio) [1998]
• Mi mentira tiene patas largas (1998)
• El día que salvamos a Racing (1999)
• Mi papá (por fin me animo) [1999]
• Rencorito (1999)
• Me cortaron el pene (2000)

Textos publicados en Todos los espacios son de lucha (2024):

 Una fresia por cada sonrisa (escrita en 2005)
Choriplanero, tibio y globoludo (2005)
Homenaje en vida (2005)
• Soy rasca (2006)
• Ausencias (escrito en 2006)
• Imposibles (escrito en 2006)
Me cago en mis promesas (2006)

Conocí a Messi de chiquito (2006)
El Día del Fin del Mundo (2007)
 Neuquén (escrita en 2007)
Del 0 al 37 (2007)
 La peor parte de Arjona (escrita en 2007)
La Gira del Desamor (2007)
• Mis noches en el infierno (2008)
 El vals de los milagros (escrita en 2008)
• Héroes por un día (2008)
Flashear amor (2008)
 El secreto que ya sé (escrita en 2008)
• La psicóloga que no me entendía (2008)
Abrazame hasta que termine la pandemia (2008)
Vanina (parte 1) [2008]
 Micaela (escrita en 2009)
• Mi novia flogger (2009)
• Vanina (parte 2) [2009]
37 (2009)
• Soy maestra (escrito en 2009)
 Soy ladrón (escrito en 2009)
• Vanina (escrito en 2009)
 Ojalá te pase (2009)
• Tamara (aunque ella prefiera otro título) [escrito en 2009]
• El último clásico (2010)
• Últimos días con mi abuelo (I) [escrito en 2010]
• Últimos días con mi abuelo (II) [escrito en 2010]
• Últimos días con mi abuelo (III) [escrito en 2010]
• Primeras tardes sin mi abuelo (I) [escrito en 2010]
• Primeras tardes sin mi abuelo (II) [escrito en 2010]
• Primeras tardes sin mi abuelo (III) [escrito en 2010]
• Primeros años sin mi abuelo (escrito en 2015)

Textos inéditos en libros:

• Quería llamarme Javier (escrito en 2010)
• Soy boliviano (escrito en 2010)
• Los cedros (escrito en 2011)
► Textos que fingen ser sobre deportes pero hablan de otra cosa: 

 Mundo Messi (2006)
 Cuentos asombrosos (2011)

martes, 26 de marzo de 2024

Todos los espacios son de lucha

Dónde leer gratis mis dos libros y algunas notas periodísticas que escribí:

Lo hago para que me quieran (mi primer libro):
 https://issuu.com/_martinestevez/docs/lo_hago_para_que_me_quieran

• Todos los espacios son de lucha (mi segundo libro):
https://online.fliphtml5.com/rofxf/glmh/#p=1


• Notas periodísticas que escribí entre 2006 y 2010

• Mundo Messi (2006). Me mandaron una semana a vivir en el barrio en el que vivía Lío.
https://martinestevez.blogspot.com/2008/11/mundo-messi.html 

• Volver al pasado (2006).
¿Cómo eran el mundo y los deportes en 1906?
https://martinestevez.blogspot.com/2009/01/volver-al-pasado.html

• Luces y sombras de Tiger Woods (2006). La triste infancia del mejor golfista de la historia.
https://martinestevez.blogspot.com/2009/01/luces-y-sombras-de-tiger-woods.html 

• Dueños de casa (2006). ¿Qué rareza comparten las ligas de fútbol de Myanmar, Ucrania, Georgia y Egipto? 
https://martinestevez.blogspot.com/2009/02/duenos-de-casa.html

• Historias de tatarabuelos y héroes (2006). ¿Cómo se jugaba al fútbol en 1903?
https://martinestevez.blogspot.com/2010/09/la-historia-de-banfield-capitulo-2-1900.html

• Do-re-mi-fa-gol! (2007). Catálogo de relaciones entre la música y el fútbol.
https://martinestevez.blogspot.com/2009/06/do-re-mi-fa-gol.html

• Volver al pasado (2007). Continuación de la nota sobre 1906: ahora, cómo era el deporte en 1907.
https://martinestevez.blogspot.com/2009/07/volver-al-pasado-parte-ii.html

• Vals para un match olvidado (2007). ¿Qué sucede con los partidos de fútbol borrados de la historia?
https://martinestevez.blogspot.com/2010/09/la-historia-de-banfield-capitulo-6-1913.html

• El deporte negro (2008). Un abrazo lleno de admiración a las y los tenistas africanos.
https://martinestevez.blogspot.com/2009/09/el-deporte-blanc-negro.html

• Esperando el milagro (2008). Descenso, quiebra, exorcismo… Los 25 años en los que Racing estuvo marcado por el sufrimiento y la mala suerte.
https://martinestevez.blogspot.com/2009/10/racing-esperando-el-milagro.html

• Hasta la victoria siempre (2008). Entrevista a Martín Vassallo Argüello, tenista con conciencia social.
https://martinestevez.blogspot.com/2010/01/hasta-la-victoria-siempre.html

• Política y fútbol (2008). Partidos entre selecciones de fútbol de países enfrentados bélicamente.
https://martinestevez.blogspot.com/2010/04/armenia-turquia-mucho-mas-que-futbol.html

• El chico que se las sabía todas (2008). Ficción en la que un adolescente pone a prueba sus conocimientos sobre la historia del fútbol.
https://martinestevez.blogspot.com/2010/10/historia-de-banfield-capitulo-9-1922.html

• Los dioses y tontos del 2009 (2009). Un balance del deporte muy atípico.
https://martinestevez.blogspot.com/2010/11/los-dioses-y-los-tontos-del-2009.html

• Historia de los Mundiales (2010). Una mirada crítica a la Copa del Mundo.
Parte 1: https://martinestevez.blogspot.com/2010/12/historia-de-los-mundiales-primera-parte.html
Parte 2: https://martinestevez.blogspot.com/2010/12/historia-de-los-mundiales-parte-2-1974.html

miércoles, 21 de junio de 2023

El pumita de plástico

Por Martín Estévez

Pensaba vivir para siempre en la casona de Oliden donde crecí. Con mi primo Matías incluso teníamos dividida la casa: él en la planta alta y yo abajo. Pero los años pasan, a veces cambiamos y nuestros sueños también cambian. Después soñé otra casita con pasto para cortar y una novia que aceptara convivir con mis campañas de Racing y mis 5.500 historietas. Pero los años pasan, a veces cambiamos y nuestras novias también cambian.

Recién a los 25 años asumí que era hora de irme de Oliden, de mi mamá, de mis abuelos, pero mi abuelo se fue antes: un cáncer se le agarró fuerte y se lo llevó de su casa, de nuestra casa, para siempre. Decidí quedarme un tiempo más para compartir ese profundísimo dolor con Fanny y con Tati.

Hoy tengo 27 años y del lugar en el que quiero vivir solo me importan dos cosas: que tenga un balconcito para tomar aire y no tener que alquilar jamás. Lo primero no es tan difícil, y para lo segundo vengo ahorrando desde los 17 años.

Desde chico me obsesionó la idea de no alquilar: me resultaba absurdo pagar todos los meses para vivir en algún lado. Llevo diez años juntando peso por peso, viviendo con austeridad extrema para ganarle a un sistema que me quiere inquilino.

Hace dos años me echaron de la revista Fox Sports y luché una indemnización que me acercó a mi objetivo, pero tampoco alcanzaba. Hasta que el año pasado, gracias a la recomendación de un amigo (dios te salve, Pablo Aro Geraldes) me contrataron de la revista El Gráfico. ¡4.400 pesos de sueldo mensual! Una fortuna inmensa que aumenta mis ahorros superlativamente: ya tengo la mitad de la plata que cuesta un departamento.

Voy a pedir un préstamo al banco para pagar el otro 50% y devolverlo en cómodas cuotas durante diez o veinte años. Todo va bien y empiezo a ver departamentos con balcón. Mi parte soberbia se enorgullece de haberlo logrado sin pedirle un peso a nadie.

Pero ¡ay!: desde el banco me responden que, como tengo poca antigüedad en mi trabajo, no me darán ningún préstamo. ¡Es una burocracia absurda! Averiguo, averiguo y no hay caso: tengo que esperar al menos tres años para que la computadorita de un banco de mierda determine que sí puedo tener casa propia.

Así, como si nada, se me rompió la ilusión. ¿Y ahora qué?, pienso una noche en mi piecita de Oliden, cuando entra Tati y me dice:

–Negrito, escuchame… Averigüé y puedo conseguir que te presten esa plata, pero está difícil: hay que devolver la plata y todos los intereses en tres años. No hay más tiempo que eso. Más no puedo hacer.

–Pero… ¿cómo lo conseguiste?

–No te preocupes por eso –dice Tati, y me la imagino durante un segundo como la reina de la mafia bonaerense, moviendo contactos–. El tema es… ¿vas a poder pagarlo?

Hacemos cuentas, rápido: tengo que pagar 4.000 pesos por mes durante 36 meses. Mi enorme sueldo de 4.400 quedaría reducido a 400 pesos por mes.

–Decí que sí, aceptá el préstamo –le respondo sin dudar.

–Pero Martín… ¿cómo vas a vivir con 400 pesos por mes?

–No te preocupes por eso. La plata va a estar –le digo, y Tati me imagina durante un segundo comiendo pasto todo el día en un departamento.

Consiguiendo ese préstamo y todo, descubro que la plata no alcanza para un departamento con balcón. Se van agregando gastos y gastos de todos lados. Bajo mis pretensiones y encuentro 28 metros cuadrados con dos ventanas grandes que serán suficientes para empezar otra etapa de mi vida.

Llegó el día de juntar la plata, llevarla a la escribanía, firmar. De no alquilar nunca jamás. Mi niño interior me felicita por haberlo logrado. Pero nunca nadie nos explica nada y de golpe hay más honorarios, certificaciones y no sé qué. Sumo, sumo y ni siquiera diez años de ahorros más un préstamo impagable más olvidarme de tener balcón alcanzan. Me falta una fortuna: 8.400 pesos.

Si no consigo la plata en 24 horas se cae todo e incluso voy a perder la seña que ya pagué. Se me ponen los ojos llorosos, pero no me caen las lágrimas. Tengo rabia. Por primera vez entiendo que esos diez años de ahorro y paciencia fueron una pelotudez inmensa. Que el sistema siempre gana.

–Los tengo, Martín.

–¿Qué?

–Tengo esa plata, Martín. Mis ahorros –me dice Tati.

–No, Tati. No. Es tuyo. En serio. Además no te lo voy a poder devolver hasta dentro de tres años, con suerte. Me quedan 400 pesos por mes. No.

–Pero después vemos, negrito, mirá, si vos…

–¡Pará! ¡Sí, sí puedo! ¡El aguinaldo, Tati! El de junio y el de diciembre. En apenas 6 meses te puedo devolver todo! ¡Y hasta me sobran 400 pesos! ¡El aguinaldo, Tatita!

Y nos abrazamos. Y le agradezco.

Vamos juntos, firmamos muchos papeles, saludo a los viejos dueños del departamento. Es día de semana: Tati se tiene que ir urgente a trabajar, y yo también debería. Pero me dan las llaves y estoy a solo algunas cuadras. No me puedo resistir: voy caminando rápido, subo escaleras y entro por primera vez a mi departamentito, a mi casa, a mi nuevo hogar.

Sin soberbia porque no pude solo: me ayudaron Tati y miles de obreras y obreros que lucharon por el aguinaldo entre 1910 y 1946. Tampoco tengo balcón, ni nada de nada: todo está vacío, blanco, un mundo nuevo que tengo que empezar a llenar de cero. Lloro tirado en el suelo, salto, miro por las ventanas, entra aire puro. Meto la mano en un bolsillo y encuentro un pumita chiquito de plástico que me guardé hace unos días, cuando había ayudado a una amiga a mudarse.

Entonces antes de irme, dejo al pumita parado arriba de lo único que hay: el portero eléctrico. Pero quiero que esta casa tenga algo mío desde ahora mismo. No sé cómo voy a vivir con 400 pesos por mes ni qué pasará en los próximos años, pero hoy mi vida, otra vez, cambia para siempre. Hoy conseguí el lugar en el que voy a vivir quién sabe cuánto tiempo.

Hoy, 21 de junio de 2011, no tengo ni idea de que, 12 años después, el pumita de plástico seguirá acá y que cada vez que lo vea recordaré, emocionado, que este día existió.

viernes, 30 de diciembre de 2022

La noche en que fui violento


Por Martín Estévez

Hace exactamente 12 años, el 30 de diciembre de 2010, hice lo peor que hice en mi vida: violenté a una mujer. Estábamos en una habitación y, en medio de una discusión, le di una piña a una puerta y la rompí. El texto debería terminar acá, porque todo lo demás va a sonar a justificación, pero nunca hay justificación para las violencias de género. Tampoco para la mía. Entonces, ¿por qué estoy contando esto? Por muchos motivos mezclados. Tal vez porque a la verdad está bien decirla aunque duela. Tal vez para aliviar un poco la culpa que, 12 años después, todavía siento. Pero quisiera pensar que el motivo principal es la esperanza de que le sirva a algún hombre para reconocer algún síntoma y no llegar al extremo violento al que llegué. 

Contar que escribo temblando y con dolor de panza sería una forma de buscar una compasión que la violencia de género nunca merece. Pero igual lo cuento: me escondo en esta angustia que siento ahora para que no me odien. Pero… ¿y yo no me odiaría? ¿Qué pensaría yo de un hombre que le pega una piña a una puerta mientras discute con una mujer? 

No es la primera vez que lo cuento. Muchas mujeres de mi vida saben lo que hice: es justo advertirles que se relacionan con alguien que fue violento. ¿”Fue” violento o “es” violento? ¿“Fui” violento o “soy” violento? ¿Acaso tienen fecha de vencimiento las violencias? Si un hombre que mata a una mujer es un femicida para siempre… ¿alguien que violentó a una mujer no debería ser llamado violento para siempre? Me lo vengo preguntando, con muchísimo miedo, desde hace 12 años. 

Este texto no va a tener prolijidad, ni detalles literarios, ni le voy a calcular caracteres para que entre bien en Instagram. Nomás quiero contar crudamente como un hombre que nunca (ni antes ni después) le pegó a nadie, que ni siquiera le había gritado a una mujer, pudo convertirse en un violento. Me lo recuerdo a mí mismo: no tengo que justificarme. Tengo que contar qué cosas me llevaron hasta lo peor de mí. 

El 30 de diciembre de 2010 había citado a mi papá para, por primera vez en la vida, hablar de temas tabú: por qué me había abandonado durante algún tiempo, por qué nunca pudimos tener una relación profunda, qué poco nos conocíamos el uno al otro. Yo (recién ahora lo entiendo) estaba haciendo un intento desesperado para salvar ese vínculo. Para no quedarme sin papá. 

Esa charla fue triste y frustrante: mi papá y yo hablamos (como casi siempre) en distintos idiomas. Éramos personas demasiado diferentes. Hubo una barrera infranqueable en la conversación que me llenó de angustia, y también de mucho enojo. Mi papá no me pudo dar las respuestas que esperaba, o necesitaba, o deseaba. Pero yo estaba muy vulnerable para decírselo, para enojarme con él. Me guardé todo para adentro, salí del café y empecé a caminar. 

Cometí el error de ir a una fiesta en la que estaba mi pareja. Le había contado que me iba a juntar con mi papá, pero (como solemos hacer los hombres, como suelo hacer yo) le resté importancia sentimental, nunca le conté todo lo que me jugaba en ese encuentro. Cuando llegué, la fiesta estaba avanzada y ella estaba un poco efusiva por el alcohol. Yo, para evadir mi angustia, intenté hacer lo mismo, pero no me sirvió. Entonces, al rato le empecé a pedir que nos fuéramos, sumando otro error: no le expliqué el motivo. Solo le pedía que nos fuéramos. Ella, en todo su derecho, no accedió a mi casi caprichoso pedido. 

Pasé un rato largo sin saber qué hacer, hasta que me acerqué y le dije que me iría sin ella. Se enojó y decidió irse conmigo, probablemente para no tener que volverse sola. Caminamos en tenso silencio y llegamos a su casa. Nos sentamos en su cama, cada uno en una punta. Yo estaba furiosísimo y no sabía por qué. Ella me reprochó pensando que yo había tenido un ataque de celos: que porque hablaba con otros hombres yo sentí golpeada mi masculinidad. 

Yo seguí mi cadena de errores y, en vez de explicarle que eso no era cierto, me enojé todavía más y me quedé callado. Ella siguió diciendo que no podía creer una reacción tan celosa e infantil de mi parte, y eso me hizo sentir humillado. No quiero justificarme: ella no me estaba humillando. Yo me estaba sintiendo humillado, que es diferente. Bastaron una mueca y algunas palabras más (que sin querer me tocaron una fibra íntima) para que yo cometiera la peor acción de mi vida: pegarle una piña a la puerta de su habitación hasta astillarla. 

Ella me gritó: “¡¿Qué estás haciendo?! ¡¿Estás loco?!”. Yo me miré los nudillos ensangrentados, salí corriendo al comedor y me senté en el suelo a llorar. No siento compasión de mí: le había pegado a un objeto estando solo con una mujer. Eso, aunque no haya sido mi intención, siempre puede entenderse como “mirá qué fuerte te puedo pegar”. Es terrible, es gravísimo lo que hice. Fui culpable de un acto horroroso. 

Mi pareja podría haber quedado traumada para siempre: podría haber arruinado parte de su vida. Pero tuve mucha, muchísima suerte: ella tenía una personalidad muy fuerte y no sintió miedo. Nos quedamos un rato en silencio, en habitaciones separadas. Imposible saber si fueron 5 minutos o una hora. Hasta que de pronto se acercó despacio, me levantó la cara y me dijo: 

–Ay, Martín… ¡hoy te juntabas con tu papá! 

Y me abrazó fuerte. Y lloramos juntes. 

Le pedí perdón millones de veces, ella me perdonó a la primera. Les dos entendimos que eso no alcanzaba, que el hecho era grave y que yo tenía que trabajar para que no volviera a ocurrir. Empecé a formarme en género y a repensar todas mis acciones como hombre. También acordamos algo: yo tendría que arreglar la puerta cuando ella no me viera porque el daño generado era únicamente mi responsabilidad. El trabajo recién estaría terminado cuando a ella le resultara imposible encontrar el lugar en el que yo la había roto. 

Fuimos pareja durante un año y dos meses más. Luego nos separamos cariñosa y cordialmente por otros motivos. Pero en ese tiempo, y tras varios intentos, yo no había logrado ocultar perfectamente la marca. Así que incluso estando separades, nuestro acuerdo siguió: ella me dio copias de su llave y, cuando ella no estaba, yo intentaba reparar la marca de mi violencia en su puerta. Me fue difícil imitar el veteado de la madera, hasta que un día ella me mandó un mensaje diciéndome que ya era imposible ver dónde había sido el golpe. Que la puerta estaba sanada. Y que me quería. Le respondí que yo también. 

Si piensan que terminé contando una historia de amor, o de aprendizaje, para tratar de atenuar que ejercí violencia de género, tal vez tengan razón. No voy a discutirlo, sería otra violencia más. Pero aunque es posible que este texto tenga el objetivo nefasto de lavar mi culpa, aun así les puede servir a otros hombres para no cometer las mismas violencias. 

Yo tuve montones de chances de no llegar a eso. Podría haber caminado hacia otro lado después de hablar con mi papá. Podría haber descargado mi angustia contra él. Podría haberme ido de la fiesta al ver que no me sentía cómodo. Podría no haber tomado alcohol estando inestable emocionalmente. Podría haber entendido lo que me pasaba antes de pedirle a mi pareja que se fuera de un lugar donde la estaba pasando bien. Podría haberme ido de su casa cuando me sentí humillado. Pero no. Hice todo mal. Fui acumulando errores, tensiones, violencias dentro mío. Y, sin medir consecuencias, las liberé frente a alguien que no tenía nada que ver con todo eso. Violenté a la mujer que amaba. 

Doce años después, sigo trabajando todos los días para nunca más cometer algo así. Y sigo agradeciendo que quien era mi pareja no haya sentido miedo y haya dejado atrás la situación rápidamente. Pero no alcanza con todo eso, tal vez no alcance con nada, y está bien: mientras haya patriarcado, mientras sigamos oprimiendo a mujeres y disidencias sexo-genéricas, estará bien que los hombres nos avergoncemos, nos lamentemos, nos arrepintamos y nos duela cada violencia de género que hayamos cometido. Que cualquiera de nosotros cometa. Ese infierno interno sigue siendo poco comparado con el infierno que resulta para cada mujer este mundo machista. 

No quiero terminar este texto con una frase grandilocuente o que intente lavar mi violencia. Ya bastante sospechoso de querer justificarme es todo esto que escribí. Lo que quiero es volver a ponerme en la cara y en la conciencia lo que hice, para que me impulse a disminuir cada vez más las posibilidades de volver a hacerlo. No quiero contar qué a partir de entonces mis formas cambiaron, que mis reacciones son más lentas y meditadas. Quiero asumir que todos los hombres somos (en mayor o menor medida) violentos, y que no es excusa ni argumento que así fuimos criados: es nuestra responsabilidad aprender, reflexionar y trabajar todos los días, en cada lugar y situación en la que estemos, para ser cada vez un poquito menos violentos de lo que yo fui aquella noche.